Rosalía nació paya, catalana, sin andaluces ni músicos en la familia. En
el municipio industrial de Sant Esteve Sesrovires, en el Baix
Llobregat. Se sentía flamenca. Quería ser cantaora. Una cría de pelo
alborotado que bailaba hasta la extenuación canciones de Carlos Vives y
enriquecía la coreografía con volteretas laterales. Esa niña, solo a
veces, se deja ver todavía en su mirada. Vivaracha, alegre y enérgica.
Fue dando pasos a ciegas con el apoyo de su madre y su hermana, que
forman ahora el núcleo de su equipo. “Siento que ellas son siempre
honestas conmigo. Me acompañan en todas las locuras que quiero
emprender”. De su padre habla poco. La artista dice no saber a qué clase
social pertenece, pero cuenta que de sus padres ha aprendido el valor
del esfuerzo. “Han trabajado desde jovencísimos. No estudiaron en la
universidad, pero se hicieron una carrera dedicando muchas horas”. Solo
su abuela materna poseía sensibilidad musical. Cantaba mientras hacía
las tareas domésticas y elegía la hora de la siesta para hacer la
colada. “Enfadaba a las vecinas”, ríe su nieta. “Le decían: ‘No cantes
más, por favor”. La catalana se llama Rosalía por ella. “De pequeña no
me sentía cómoda con mi nombre. Pensaba: ‘¿Por qué no tendré uno normal,
como el de cualquier otra niña?’. Pero luego empecé a darme cuenta de
que era especial, fuerte. Ahora no lo cambiaría”. De su abuela heredó el
nombre y la sensibilidad artística. Su sino era ser cantante. Se
propuso conseguirlo. Sin red. Sin plan B. Completó su formación escolar
con clases de canto y empezó a actuar con 13 años. En restaurantes,
bodas, locales “de mala muerte”… El poco dinero que sacaba lo empleaba
en pagar a los palmeros. “No ganaba ni para el parking”. Pero pasaban
los años y los avances se le resistían. Cuando le asomaba el desánimo,
se desahogaba con su familia:
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